Mantuvo sus ojos fijos sobre los míos, me resultaba intimidante. Habían pasado dos semanas y yo todavía me sentía culpable, sobre todo ante el pesado cuestionario al que había estado siendo sometida. Me encontraba en la oficina parroquial, de paredes que algún día fueron blancas y de un usual y leve olor a incienso. El padre Felipe había acomodado la biblia sobre su escritorio frente a mí como método de manipulación, y hasta el poco aire proveniente del ventilador de techo hizo que sudara frío. Fue extraño pensar que estaba en la casa de Dios tratando de no recordar esa noche perturbadora.
— Mariana, te lo estoy pidiendo, esto no es un secreto de confesión.— No parecía una súplica, porque mantuvo su postura autoritaria todo el tiempo. — Necesito saber cómo enfrentar todo esto… La mamá de Manuel todavía cree que alguno de ustedes le hizo algo y…Solamente no quiero que esta situación empeore, eres la coordinadora del grupo así que…
Dejé de escucharlo. Apreté los ojos, respiré. Recordé cómo la señora Maritza me había gritado frente a todos feligreses al finalizar la misa aquel domingo, justo un día después de lo sucedido, acusándome y llamándome irresponsable por haberle perdido el paso a su hijo.
— Bueno…Yo le voy a decir cómo pasó todo.— Dije al fin, nerviosa, esperando que mi narración no sonara falsa o exagerada.
Ocurrió un sábado veintinueve de octubre, se acercaba una festividad que para nosotros, todos los creyentes de Dios, es considerada pagana. Por supuesto, hablamos de ella en la reunión del grupo juvenil, y les recordé a todos que a pesar de vivir en este mundo no debíamos actuar como él, teníamos que ser luz en la oscuridad. El grupo había estado muy participativo. A la hora de salida ya a la mayoría los habían ido a buscar, solo quedaban Manuel y José.
— Hoy me voy a pie, mi mamá anda enferma y no quiere manejar— Comentó Manuel mientras acomodaba las sillas del salón en una esquina.
— Qué mal, chamo. Bueno, te acompañamos ya que agarramos por el mismo lado. — Le contestó José y Manuel accedió.
Decidimos irnos caminando, nos fuimos derecho por la avenida Bolívar, el trayecto estuvo tranquilo. Como íbamos hablando de lo que teníamos que organizar para navidad se nos pasó rápido el tiempo, y al darnos cuenta ya andábamos por la Sucre. Al irnos acercando al parque Las Ballenas notamos que estaba repleto de gente, niños disfrazados y algunos adultos también, sólo que con una cerveza en la mano. Me llegó el olor a fritura de inmediato, la música no se entendía entre tanto bochinche y al fondo vi que habían armado más toboganes inflables que de costumbre. Princesas, brujas, hombres araña, parcas y monstruos corrían por todos lados. Al observar aquello solté un bufido, sin embargo Manuel y José reían y comentaban sobre quién llevaba el mejor disfraz. No sabía cómo decirles que no era correcto, y que además, acabábamos de salir de un lugar santo, no era para nada coherente.
Me sentí asfixiada por la cantidad de personas. Intentábamos atravesar el parque, vi la hora: nueve y cuarto. No era una noche fría, pero hubo algo que me dejó helada. Sentí como si la mirada de esos niños me siguiera aunque yo no los mirara a ellos. Tuve esa incómoda sensación de caminar en el agua durante un sueño, como si no pudiera avanzar. Me costaba asimilar todo aquello, así que me mantuve en silenciosa oración .
— Mari, ya vengo, ¡tengo un hambre…!— Me avisó José, sacándome de mi posible alucinación. — Voy a comprarme unos perros.
— Dale, pero apúrate, mira que ya es tarde— Dije, revisando el reloj de mi teléfono como reflejo.— ¿Y Manuel?
— Está por allá…— Señaló a un tumulto de personas, sólo pude verlo de espalda, estaba hablando con un diablo, era muy bizarro porque el disfraz parecía ser casero pero el tridente era muy realista. — Con unos panas, seguro.
— Bueno, ve y dile que ahorita nos vamos.
Traté de relajarme, fui al puesto que tenía detrás y me compré unas cotufas. Vi que al lado estaban vendiendo películas y me quedé allí pensando en llevarme una.
—¡Estos son los mejores perros calientes de Maracay! — Exclamó José, apareciendo detrás de mí con una sonrisa de punta a punta y olor a salsa de ajo. No pude evitar reírme.
— Ya nos vamos pues, anda a buscar a Manuel.
— Pero si yo le dije.— Ambos giramos la cabeza en distintas direcciones. José lucía extrañado, pues no había rastros de los “panas” ni del diablo con su tridente. — Me dijo que en lo que terminara de saludar se venía.
Y no apareció sino hasta el día siguiente. En su casa. Asustado y sin ganas de volver a salir ni revelar lo que pasó, o al menos eso dijo Maritza.
Así se lo conté. La oficina de la iglesia se había vuelto más pequeña y, debido a la presión y el agobio, lloré.
— Hubo algo esa noche, algo muy…raro, se lo juro.— Hice énfasis en esas últimas palabras, a pesar de que no suelo jurar.
No hubo respuesta. El padre Felipe se dispuso a negar con la cabeza.
— Podemos hacerle una visita, padre. Usted y yo y así se aclara todo. — Dije con una lamentable convicción.
— Imposible. Maritza no quiere visitas, y ahora tampoco nada que provenga de esta iglesia. Además… —Hizo una pausa inquietante, frunció el ceño y apretó un poco los labios.— Dijo que Manuel no quiere ver ni al médico. Al parecer tiene tres heridas punzantes cerca de las costillas.
Tenía muy presente esa noche. Mis lágrimas dejaron de caer y el recuerdo de un disfraz muy peculiar se fijó en mi mente, pero, ¿cómo le iba a echar la culpa al diablo?
Cuento para la clase de Literatura