LA HOJA QUE FALTA

      Una vez casi caigo, estuve a punto de romper mi propia insignificante promesa.

     Insignificante porque ni siquiera tuve que preocuparme por ti, por lo que me habías hecho o dicho. Tuve que hacer caso omiso desde el primer momento, actuar como tú creías que de verdad actuaba: como si no me importara.

     No te voy a decir todo fue horrible desde que te alejaste, es más, me sentí más aliviada. No tenía que rendirte cuentas ni darte explicaciones de lo que hacía ni cómo lo hacía, aunque me picara la garganta por contarte todo.

     Vivo como si a una de mis plantas le hubiesen arrancado una hoja, de lejos no se nota que falta, pero si te acercas puedes ver el corte. Y esa hoja no vuelve a crecer, y tampoco va a crecer otra de la misma manera.

     Espero que te siga dando igual, así me da chance de poner todo en su sitio, a esos pequeños pensamientos que siguen dando vueltas y continúan haciendo ruido cuando el silencio se vuelve protagonista.

     No suelo jurar pero este momento lo amerita. Jamás te pediré que regreses, aunque dentro de mí exista una vaga expectativa.

Pies en el agua

La primera vez que la vi pude notar cómo el viento se la llevaba de maravilla con su cabello. Su risa juguetona, cada vez que una ola bañaba de espuma blanca su vestido también claro, puedo segurar que no era de este mundo.

Yo, por el contrario, soy un gato roñoso, la playa no me llama tanto como la montaña. Pero ese día supe lo que era disfrutar del agua sin tocarla.

De vez en cuando se daba la vuelta para mirar a su familia que estaba cerca de la mía, eran dos pupilas fugaces que los invitaba a entregarse al mar, y aunque ellos no respondían yo pensaba robarme esa invitación.

Mi mamá se sorprendió cuando me levanté y me quité la franela. No dijo nada, y si lo hacía tampoco le iba a prestar atención.

Caminé hasta que mis tobillos se hundieron y me acerqué un poco hacia ella. No mucho para que no se abrumara. La sensación de la arena bajo mis pies, sin poder ver qué pasaba ahí abajo, pretendía quitarme la motivación. Pero no lo logró.

Pasados unos minutos, ella dándome su espalda a unos tres metros de mí, me atreví a comenzar una conversación.
La brisa está bastante fría. Dije mientras me cruzaba de brazos para frotarlos.

No recibí respuesta.

Supuse que era por el sonido que las olas emitían al romper, pues el mar estaba agitado.

Parecía bailar como una niña con vestido nuevo. No me moví de mi sitio.

Al cabo de unos minutos, que para mí fueron eternos, se dio la vuelta y se detuvo aún con su sonrisa al aire, un poco extrañada sin embargo. Le devolví la sonrisa.

Levanté una mano en modo de saludo y le volví a repetir la misma frase prefabricada.

Lo que ocurrió me dejó atónito por un momento.

La bella muchacha hizo un rápido gesto con su mano, intentando gesticular un «Hola». No hubo sonido alguno y por fin lo entendí.

No dejamos de sonreirnos el uno al otro. Poco después ladeó su rostro al horizonte y yo le seguí.

Han pasado diez años desde entonces y debo decir que estuve muy ocupado, pues me convertí en un gran comunicador en leguaje de señas gracias a Marlen, la dulce chica de aquella playa, la mujer que ahora es mi esposa.

De niño quería ser astronauta

Mi nombre es José, y sí, tengo un nombre demasiado común. En realidad, tuve una vida común. Padres comunes, amigos comunes y educación común. En mis recuerdos de la infancia no hay nada demasiado interesante. Imagínense lo que padezco en reuniones sociales, no hay nada que contar de esa etapa, por eso yo sólo callo y escucho.

De niño quería ser astronauta, necesitaba romper de cualquier forma la inercia de mi vida con mi imaginación. Así que a los ocho años comencé a leer sobre los planetas, las estrellas y todo lo que a mi parecer era necesario para ser miembro de alguna tripulación espacial.

Y por supuesto, no tenía muchos amigos. Cada vez que algún niño de mi clase trataba de entablar una conversación caritativa conmigo, yo solía responder con una pequeña cátedra sobre el misterio de los agujeros negros.

¿Novias? No, ni cerca. Mi compañeras de colegio huían de mí. No debía ser muy atractivo sentarse en el patio de recreo con el niño «Plutón». Sí, así me llamaban. ¿Y por qué no? Me consideraban un cuerpo celeste, mientras que, en mi mente, ellos eran basura espacial.

A los dieciséis mi instinto carnal despertó y algunas veces me preguntaba: «¿Cómo se sentiría tener cerca a una mujer?». Mis primos ya presumían de sus encuentros sexuales y yo ni siquiera había conquistado a la primera muchacha. No estaba apurado, pero mi cuerpo sí.

Aunque no tuve el calor de una primera vez durante mi adolescencia, mi pasión por la física iba en aumento en esa etapa. Ella era perfecta, exacta, y en la universidad se convirtió en mi novia.

Mi mamá comenzó a pensar que quizás era gay. Yo no veía mal alguno a tal cosa, pero al parecer ella sí y le tranquilizó saber que no lo era. Mi compromiso era estudiar y mi objetivo la luna. Incluso más allá.

Nueve años después mi sueño se cumplió.

Ahora tengo la vida que siempre quise. Y no, no soy astronauta. Ni siquiera he estado cerca de alguna nave. Pero ahora soy profesor de Física en una de las universidades más prestigiosas del mundo. Quien ahora es mi esposa, me hace viajar a otra galaxia cada día con su presencia. Mi hija, es la estrella más brillante del sistema solar. Y yo, Plutón, no puedo estar más orgulloso de eso.

De niño quería ser astronauta, ahora me siento el dueño del universo.

Alas

Vi lo que me pareció ser una mariposa de alas azules con destellos tornasol, pasó tras de mí y dudó de su vuelo al acercase a la ventana, que también estaba cerca de mí. Como un presentimiento latente en mi pecho supe que me esperaba y salté a su vuelo, tuve que salir por la puerta de la cocina, mientras que los ojos cansinos de los cocineros con delantales sucios me observaban expectantes. Nunca me habían visto antes en su agitado ambiente.

Cual esposo espera a su prometida frente al altar, vi a la majestuosa criatura revoloteando en el jardín y no vacilé en continuar su camino.

Bajamos al frondoso bosque, las hojas tocaban mi cabello crespo recién peinado y las ramas juguetonas e hirientes de los árboles pinchaban mi vestido a su paso, a veces rozaban mi piel produciéndome un suave dolor placentero, lo digo así porque delante de mí estaba mi guía y yo iba tras ella como su fiel peregrina.

Mi corazón estaba hinchado de esperanza, y aunque no sabía porqué aquella era la parte más excitante.

Llegamos a un claro y pude sentir cómo subía y bajaba mi pecho. La brisa allí era deliciosa, iba secando los pellizcos de tristeza que moraban en mí. Y entre dos árboles enamorados (me refiero a ellos así porque parecía que se tocaban con semejante delicadeza para no romper sus hojas), a unas cuatro leguas más allá, vi el castillo más hermoso que nadie pudo haber visto antes. Tal como en alguna noche lejana lo había soñado.

La bella mariposa ya no estaba. La extrañé de inmediato, pero no tardé en darme cuenta que ella sólo me había mostrado parte del camino. Si quería llegar hasta ese lugar tan mágico y vibrante debía hacerlo sola.

Víspera

        Mantuvo sus ojos fijos sobre los míos, me resultaba intimidante. Habían pasado dos semanas y yo todavía me sentía culpable, sobre todo ante el pesado cuestionario al que había estado siendo sometida. Me encontraba en la oficina parroquial, de paredes que algún día fueron blancas y de un usual y leve olor a incienso. El padre Felipe había acomodado la biblia sobre su escritorio frente a mí como método de manipulación, y hasta el poco aire proveniente del ventilador de techo hizo que sudara frío. Fue extraño pensar que estaba en la casa de Dios tratando de no recordar esa noche perturbadora.

Mariana, te lo estoy pidiendo, esto no es un secreto de confesión. No parecía una súplica, porque mantuvo su postura autoritaria todo el tiempo. Necesito saber cómo enfrentar todo esto… La mamá de Manuel todavía cree que alguno de ustedes le hizo algo  y…Solamente no quiero que esta situación empeore, eres la coordinadora del grupo así que…

      Dejé de escucharlo. Apreté los ojos, respiré. Recordé cómo la señora Maritza me había gritado frente a todos feligreses al finalizar la misa aquel domingo, justo un día después de lo sucedido, acusándome y llamándome irresponsable por haberle perdido el paso a su hijo.

Bueno…Yo le voy a decir cómo pasó todo. Dije al fin, nerviosa, esperando que mi narración no sonara falsa o exagerada.

     Ocurrió un sábado veintinueve de octubre, se acercaba una festividad que para nosotros, todos los creyentes de Dios, es considerada pagana. Por supuesto, hablamos de ella en la reunión del grupo juvenil, y les recordé a todos que a pesar de vivir en este mundo no debíamos actuar como él, teníamos que ser luz en la oscuridad. El grupo había estado muy participativo. A la hora de salida ya a la mayoría los habían ido a buscar, solo quedaban Manuel y José.

Hoy me voy a pie, mi mamá anda enferma y no quiere manejar Comentó Manuel mientras acomodaba las sillas del salón en una esquina.

Qué mal, chamo. Bueno, te acompañamos ya que agarramos por el mismo lado. Le contestó José y Manuel accedió.

   Decidimos irnos caminando, nos fuimos derecho por la avenida Bolívar, el trayecto estuvo tranquilo. Como íbamos hablando de lo que teníamos que organizar para navidad se nos pasó rápido el tiempo, y al darnos cuenta ya andábamos por la Sucre. Al irnos acercando al parque Las Ballenas notamos que estaba repleto de gente, niños disfrazados y algunos adultos también, sólo que con una cerveza en la mano. Me llegó el olor a fritura de inmediato, la música no se entendía entre tanto bochinche y al fondo vi que habían armado más toboganes inflables que de costumbre. Princesas, brujas, hombres araña, parcas y monstruos corrían por todos lados. Al observar aquello solté un bufido, sin embargo Manuel y José reían y comentaban sobre quién llevaba el mejor disfraz. No sabía cómo decirles que no era correcto, y que además, acabábamos de salir de un lugar santo, no era para nada coherente.

     Me sentí asfixiada por la cantidad de personas. Intentábamos atravesar el parque, vi la hora: nueve y cuarto. No era una noche fría, pero hubo algo que me dejó helada. Sentí como si la mirada de esos niños me siguiera aunque yo no los mirara a ellos. Tuve esa incómoda sensación de caminar en el agua durante un sueño, como si no pudiera avanzar. Me costaba asimilar todo aquello, así que me mantuve en silenciosa oración .

Mari, ya vengo, ¡tengo un hambre…! Me avisó José, sacándome de mi posible alucinación. Voy a comprarme unos perros.

Dale, pero apúrate, mira que ya es tarde Dije, revisando el reloj de mi teléfono como reflejo. ¿Y Manuel?

Está por allá… Señaló a un tumulto de personas, sólo pude verlo de espalda, estaba hablando con un diablo, era muy bizarro porque el disfraz parecía ser casero pero el tridente era muy realista. Con unos panas, seguro.

Bueno, ve y dile que ahorita nos vamos.

      Traté de relajarme, fui al puesto que tenía detrás y me compré unas cotufas. Vi que al lado estaban vendiendo películas y me quedé allí pensando en llevarme una.

¡Estos son los mejores perros calientes de Maracay! Exclamó José, apareciendo detrás de mí con una sonrisa de punta a punta y olor a salsa de ajo. No pude evitar reírme.

Ya nos vamos pues, anda a buscar a Manuel.

Pero si yo le dije. Ambos giramos la cabeza en distintas direcciones. José lucía extrañado, pues no había rastros de los “panas” ni del diablo con su tridente. Me dijo que en lo que terminara de saludar se venía.

     Y no apareció sino hasta el día siguiente. En su casa. Asustado y sin ganas de volver a salir ni revelar lo que pasó, o al menos eso dijo Maritza.

    Así se lo conté. La oficina de la iglesia se había vuelto más pequeña y, debido a la presión y el agobio, lloré.

Hubo algo esa noche, algo muy…raro, se lo juro.Hice énfasis en esas últimas palabras, a pesar de que no suelo jurar.

    No hubo respuesta. El padre Felipe se dispuso a negar con la cabeza.

Podemos hacerle una visita, padre. Usted y yo y así se aclara todo. Dije con una lamentable convicción.

— Imposible. Maritza no quiere visitas, y ahora tampoco nada que provenga de esta iglesia. Además… Hizo una pausa inquietante, frunció el ceño y apretó un poco los labios. Dijo que Manuel no quiere ver ni al médico. Al parecer tiene tres heridas punzantes cerca de las costillas.

    Tenía muy presente esa noche. Mis lágrimas dejaron de caer y el recuerdo de un disfraz muy peculiar se fijó en mi mente, pero, ¿cómo le iba a echar la culpa al diablo?

 

Cuento para la clase de Literatura

Eclipse

     Desde el día de su muerte Fabián no había pensado en nada más. Todo era reciente y nadie sabía qué pasó con certeza, si fue un accidente o fue intencional. Ella era el futuro que anhelaba y se convirtió en el pasado que lo apuñalaba cada día. Pero se acercaba el eclipse, y si se preparaba bien podía volver a verla.

     En cada luna de sangre quien realice una invocación perfecta puede abrir el portal del más allá, y el espíritu llamado respondería a una pregunta hecha con el corazón. Fabián lo tenía claro, pero también sabía que las pocas personas que lo hicieron no tuvieron éxito, pues sus seres queridos no aparecieron. A pesar de ello, el joven estaba convencido, pues una duda lo carcomía y tenía que quitársela de encima.

     Su cuarto no había sido limpiado en semanas. Decenas de hojas con versículos e investigaciones se encontraban esparcidas por todo el lugar, y con las pupilas dilatadas el muchacho escribió el último verso de su texto petitorio. “No cometas ningún error, imbécil. El mal se disfraza del bien…como su depresión”, se dijo.

    La noche del veintisiete de septiembre había llegado y según su reloj ya había iniciado el fenómeno astronómico. Desde su ventana la podía observar, una luna imponente, muda ante la osadía del súbdito en cuestión. Entonces Fabián comenzó a susurrar palabras con la firmeza de un discurso político, pero con la determinación del mismo: disfrazado de valentía. Doce y treinta y siete de la medianoche, faltaban diez minutos para que el eclipse llegara a coagular en su punto máximo. Sus párpados temblaban cerrados, las manos hacia al frente se mantenían quietas.

     Mientras tanto la imaginaba como la última vez que la vio, risueña, ocurrente, mejillas ruborizadas y con mirada salvaje. Hubo un dolor, en el pecho, donde se supone que nace el amor, era amargo, eterno. Por un instante pensó si se trataba de un infarto, pero no se podía desconcentrar.

Lo que nadie puede ver sin el don correcto, el bien me lo mostrará para cerrar heridas. Continuó rezando.

      Delante de él se aglomeraba una densa energía tibia, la sentía a través de su piel erizada. Sus labios seguían moviéndose al son de su clamor. Y de pronto algo cambió, fue como si alguien hubiese encendido más de cien bombillos a la vez. Allí lo supo. Luego de abrir los ojos, Fabián había quedado estupefacto, y concluyó:

Entonces las puertas se abrirán y me dejarán verte otra vez en esta vida, en este plano y en esta hora. Y con la boca entreabierta se quedó paralizado.

         El portal resplandecía tanto que le sacaba la mirada de a ratos, flotaba ante él como una gran bola llameante.

Fabián… ¿Qué hiciste? Su voz retumbaba por toda la habitación, sin embargo era como la recordaba, cálida y enriquecida de amabilidad.

¡Mi amor! Estoy aquí una vez más. Por dentro algo se había desplomado. Lágrimas comenzaron a brotar con una sonrisa que se debilitaba con el pasar de los segundos. ¡Te he extrañado tanto! Pero…¿estás bien? No puedo verte…

     Murmullos y zumbidos surgieron dentro del portal, una que otra vez se escuchaba una risa. A pesar de ello, el silencio de Elena construía una tensión desesperada entre Fabián y ella.

Yo…estoy aquí para preguntarte algo muy importante… para mí. El joven intentaba deshacer el nudo en su garganta, pero eso aumentaba el dolor . ¿Quieres…querías casarte conmigo?

     Silencio. Fabián se encontraba sobre sus rodillas, con la garganta irritada al igual que su corazón. Las risas del otro lado incrementaban el volumen.

Levántate y cierra el portal. Sentenció Elena.

Respóndeme, por favor.

¡¡Cierra el maldito portal Fabián!! Pero su voz se tornó misteriosa Los demonios están aquí.

   El joven se incorporó de inmediato, repasando esa última frase. Una carcajada llenó el espacio.

Miren a este moribundo. Aquellas palabras sonaron profundas y bizarras. Atrás seguían riéndose, también se escucharon escupitajos. Elena fue más fácil que Eva.

     En ese momento vio que la luz se iba reduciendo y pensó que el eclipse acababa. La jadeante respiración de Fabián, mezclada con la burla que recibía, no le permitía pensar con claridad. Su deseo se había convertido en horror. Elena se dirigió a él de nuevo, pronunciando sus últimas palabras como si estuviera dentro de un túnel sin fin.

Pide por mí, el fuego casi me toca.

        Era como un globo incandescente que iba desinflándose hasta no quedar nada de él. El joven se dejó caer en su cama con la mirada perdida, su cuerpo no dejaba de estremecerse. De su boca no salía nada, pero de su interior emergía una plegaria para ella: que su alma fuese perdonada.

 

Cuento para la clase de literatura. 

Escaleras a Ningún Lugar

Se dice que cuando todas las visitas se van y solo quedan los enfermeros de guardia, su cuerpo puede verse, aunque difuso, en el último escalón.

Hace unos dos años atrás Eva había sido internada por una crisis respiratoria, además de todas las adolencias que puede sufrir una persona de ochenta y cuatro años. Sin embargo, su ímpetu no le permitía doblegarse, por lo que su recuperación iba avanzando muy rápido.

Laura, la enfermera, solía reírse de las ocurrencias de Eva, incluso cuando le dijo: «Cuidando viejos se te va a ir la vida, y el marido también». Pero Laura siempre la vigilaba con cautela, pues la anciana un día quiso demostrar que todo iba de maravilla, subiendo las empinadas y casi oxidadas escaleras que iban al segundo piso. Por supuesto, los enfermeros se sorprendían por la determinación que construía en su paso, y los familiares que visitaban a los suyos a eso de las siete de la noche, consideraban que Eva daba todo un espectáculo.

Una noche, cuando el área de espera había quedado vacía por completo, un sonido seco llamó la atención de Laura. Al salir al pasillo y con el corazón resonando hasta la sien, pudo ver la bata blanca que limpiaba con agua oxigenada cada vez que Eva volcaba sin querer su gelatina en ella.

La fractura del fémur y de su cráneo contrastaban de manera peculiar con la sonrisa que tenía aún sin pulso. Pero un testigo se mantenía de pie, persignándose una y otra vez sin apartar la mirada al cuerpo. Laura, quien lloraba serena cerca de Eva, se volvió a la anciana que se encontraba allí.
Juana… ¿Qué pasó?
Ay mija, yo iba a buscarla a usté. Doña Eva se fue a subir y hablaba sola…
Pero ella no era sonámbula Dijo Laura interrumpiéndola, secando una lágrima que corría por su nariz.
¡No, no! No me entiende… Continuó Juana, con sus lagrimales tan rojos como una reciente herida abrierta. Desde ayer andaba diciendo que ella quería irse con su viejo…
Se suicidó…
¡Pero espere! Déjeme contarle El dolor de la mirada de Juana se iba convirtiendo en impaciencia. Ella se levantó hoy diciéndome que el señor Augusto la vino a visitá, y veía a la punta de la escalera hablando sola, pero se veía contenta. Yo como no la encontraba a usté me devolví y fue cuando Eva pisó mal y se cayó. ¡Ay mija, perdóneme! El corazón no me dio pa’ gritá.

Todos lloraron a Eva durante días, recordando las sonrisas que les sacaba en un día rutinario. Lo que no sabían era que su simpática amiga también fue enfermera, y que Augusto era su dulce amor, quien murió de un infarto en casa mientras ella cubría una guardia. Eva nunca lo superó y lo único que pudo hacer fue disfrazar su luto permanente con el humor que encantaba a todos.

Al poco tiempo el acceso a las escaleras al segundo piso fue bloqueado. Los enfermeros sostuvieron que eran un peligro tenerlas tan cerca de las áreas de cuidados intensivos, considerando que se notaba su oxidación y eso entorpecía las normas de salubridad, sin embargo eran un recuerdo oscuro de la persona más especial que hayan conocido.

Un Canto en el Mar

     Me tardé bajo la regadera a propósito para ver si se le pasaba la idea, pero cuando salí del baño mi mamá se dirigió a mí con un ultimátum, si no salía con mis primos quitaría el internet en nuestra casa. No me convenía, y sabía que lo decía en serio.

     Mientras caminaba por la arena me di cuenta que sí podía disfrutar de un paisaje como ese, el mar estaba tranquilo, a mi izquierda se alzaba el malecón y sobre él unas cuantas luces que se reflejaban en el agua. Sostenía mi teléfono al frente con la dirección del lugar, en lo que una melodía atrajo mi atención sobre todo por la voz que la producía. En realidad era hipnotizante, me sentía como un pez: estaba nadando contracorriente. Me acerqué a las piedras que iban desde la orilla a la playa y ahí pude ver a una muchacha en el agua. Me pareció que no le importó mucho mi llegada, pues seguía danzando a su canción.

Te puedes enfermar, ¿sabías? Es muy tarde…

Es el único momento en que puedo venir por aquí.

   Seguía tarareando, sin mirarme.

¿Te perdiste? Preguntó desinteresada.

Más o menos. Y creo que tampoco hay buena señal aquí.

Puedes quedarte, también haré una fiesta.  Era de las que no anda con rodeos y yo no estaba acostumbrado a esa determinación.

Y…¿Dónde es?

Aquí. Hasta cuando hablaba parecía cantar.

  Dudé, pensé muy bien mi respuesta con temor para no tartamudear.

La cuestión es que tengo que ir con mis primos ahora.

     En ese momento me miró por primera vez. La intensidad que emanaba de sus ojos me confundía, no hacía nada más que admirar su rostro angular, su cabello con algas entrelazadas que bailaba en la superficie como los tentáculos de una medusa. Quise avanzar hasta su encuentro pero me entró una llamada. Uno de mis primos que hablaba del otro lado me volvió a explicar la dirección, y para mi sorpresa, aunque no había sido por mucho, me había pasado de camino.

Tengo que irme.

   No respondió. Su mirada esta vez era distante, su silencio era castigador, y aunque no quería dejarla allí sola mis piernas respondieron al objetivo por el cual había salido.

     Al día siguiente pensé mucho en ella, no había tenido ningún tipo de acercamiento con otra muchacha desde hace un par de años, por un instante había sentido que subía la temperatura de mi cuerpo, además, su voz tenía matices cálidos, emitía tonos embriagadores, así que decidí volver a aquel lugar.

     Salí a eso de las siete y mientras me acercaba me preguntaba si le agradaría verme de nuevo. Pero no la encontré. Esperé un rato, me senté en una de las piedras a observar a la gente que iba y venía. Pasados cuarenta minutos me rendí. Volví a la casa y de mal humor. Recordé que no había aceptado su invitación y me sentí como el propio idiota.

     Nunca he soñado con nada, o al menos no recuerdo. Esa noche fue diferente. Todo era azul en sus distintas tonalidades, me sentí pesado pero aún así flotaba, aunque muy lento. No podía respirar y aún así estaba vivo, intentaba mantener mis brazos y piernas en movimiento entretanto una canción familiar sonaba de fondo. Se reía, de mí. Traté de buscarla pero me costaba avanzar. Fui a la superficie con desespero y cuando abrí los ojos me topé con su rostro. Ella clavó su mirada en la mía y fue convirtiendo su canto en chillidos. Ya no sentía las piernas y poco a poco me fui hundiendo. Me desperté de un salto con una presión en el pecho casi dolorosa, el sudor corría por mi frente hasta mi cuello, y sin volver a pegar un ojo en lo que restaba de madrugada no pude quitarme la maldita melodía de la cabeza.

      En los siguientes días tuve algunos ataques de pánico, sobre todo por las noches. Qué vacaciones. Mi mamá empezó a notar mi estado de ánimo y me obligaba estar con mis primos en todo momento, solo que ellos estaban tan pendientes de sus cervezas y el ron que a veces no se daban cuenta cuando me apartaba del grupo, por supuesto, en dirección al malecón.

    No sé si ya me encontraba en el punto de alucinar, pero en una de esas oportunidades creí ver su cabello ondeando a lo lejos. Mis manos empezaron a temblar y mis latidos competían con mi respiración para ver quién iba más rápido. Me senté en la arena y tapé mis ojos con ambas manos buscando calma. No estaba enamorado, me estaba volviendo loco. Quise pensar en otra cosa, mi computadora, mis cómics, poder volver a Caracas para concentrarme en mis estudios. Mi pulso iba tomando normalidad.

¿Por qué vienes?

    Me levanté de un brinco y la busqué con los ojos. Podía sentir el agua rozando mis pies.

Me gustaría conocerte. Fuiste muy simpática el otro día y…

Tú me gustaste Marcel, ya no.

       Paseaba entre las piedras como jugando a ser buscada.

¿Cómo sabes mi nombre?

Así te llamas.

Pero no te lo dije. Ni sé cómo te llamas tú.

    Hizo caso omiso a mis palabras, seguía girando y moviendo sus brazos.

Y también sabías que yo iba a una fiesta la otra noche. ¿Conoces a mis primos?

No, pero podría, ya que tú me rechazaste.

    Salió de su escondite sonriendo, me dio la espalda y me miró por encima de su hombro de manera seductora. Sentí un golpe de calor en el pecho. Se iba. Primero sumergió su cabeza al mismo tiempo que sus brazos, la curvatura de su espalda me indicó que nadar era algo muy natural para ella. Al final terminó su presentación mostrando una cola escamosa de color olivo, acompañada de una gran aleta que brillaba en tonos tornasol bajo la luz de la luna. El corazón me golpeaba como a un tambor con el cuero desgastado.

¡No te vayas, por favor!

     Grité hasta secar mi boca, sin importar el daño que le estaba haciendo a mi garganta. Necesitaba escucharla cantar otra vez, tanto que dolía.

 

Cuento para la clase de literatura.

 

Lo que pasó en el pueblo

    Vicente sabía decir “amén” a todo lo que ordenaba su abuela, pero su cabeza olvidaba en cinco minutos los mandatos. “Le entra por un oído y le sale por el otro”, era lo que la vieja Isolina solía proferir. Así eran los dos, como el cantar de un alcaraván en el calor recio de la sabana llanera.
   El niño quedaba atónito cuando Isolina le contaba las historias de su pueblo, le hacían temblar hasta la última pestaña. Lo que no le gustaba era cuando la abuela hablaba a medias, eso sí que era todo un misterio.
¿Qué pasó aguela? ¿Usté me llamaba?

¡Ah pué, muchacho! Ese televisor te va a volvé loco. Vaya pa’ allá. Y no conteste así mijo, ¿oyó?, que yo no lo llamé. ¡Ave María Purísima!

Tampoco es pa’ tanto.

Mire Vicente, acuérdese que las ánimas andan por’ai buscando carajitos. Agarre consejo.

— Sí, sí. Ta bien.
     Luego de un día largo de ayudar en la cocina, hacer mandados y terminar la tarea, esa noche Vicente se encerró en su cuarto y colocó a todo volúmen sus comiquitas. Saltaba por todos lados, bailaba con cada comercial y trataba con todas la fuerza de su imaginación interpretar a algunos de sus personajes favoritos. Aunque ya era tarde, doña Isolina debía estar dormida. ¡Cabezota! Algo había dicho sobre la televisión. “¿Y si me vuelvo loco de verdá?”, pensó.
  Cuando fue a buscar el control remoto escuchó lo llamaban. Ay, lo que le esperaba por haber despertado a su abuela.
Vicente, ven. El muchacho ganaba tiempo, se golpeaba la frente como quien no aprendió la lección. ¡Vicente!
   Tras la insistencia, Vicente tomó la manija de la puerta, arrugó la frente y con la mandíbula apretada se dispuso a responder.
Voooy.
     No hubo tiempo siquiera de soltar el pomo. Una corriente helada de aire invadió el cuarto y una mano con la temperatura aún más baja agarró el brazo del niño, empujándolo a lo que parecía el interior de un túnel con ausencia total de luz.
Me alegra que hayas contestado, mi pequeño.

 

Cuento para la clase de literatura.

En el Girondo

La recepcionista me dijo que habían cambiado nuestro salón de clases, lo que me pareció excelente, porque el lugar donde nos reuniríamos esa tarde envuelve a cualquiera en su magia con tan solo verlo.

Pensé en esperar afuera en el banquito de cemento. Esta no siempre es buena idea cuando se está a diez grados y sin bufanda, así que me fui al aula asignada.

Los bomberos dicen que no se debe tocar el metal en caso de incendio, pero deberían aconsejar tampoco hacerlo cuando el invierno se acerca. Podrá entonces imaginarse usted la sensación al abrir la puerta del salón.

La luz tenue del interior hacía juego con las cuatro paredes que la encapsulaban, sin embargo me fijé que en una se alzaba un cuadro, y recordé que antes no estaba allí. Es el tipo de pintura antigua que muestra una situación difícil en la vida de una familia, como lo es enterrar a un ser querido, pero si me lo preguntan, verla hizo que temiera -un poco nada más- el hecho de estar ahí dentro sola, y creo que se enteraron muy rápido.

Quise abrir la puerta que conectaba con la oficina para ver si estaba alguien, que me acompañase al menos, aunque no fue necesario, ella sola se desplegó para mostrarme que estaba vacía. No soy de las que trata de huir en situaciones como esas, pero para más seguridad la otra puerta que estaba a mis espaldas se cerró de forma violenta, dejando el eco retumbando en mis oídos.

Puede que todavía quede en mí algo de valentía, porque no le di el gusto a aquello y me senté a esperar a los demás.

Al rato, la introducción a la clase fue muy peculiar, pues resulta que ese salón, en ese mismo lugar donde yo estaba sentada, el gran poeta argentino Oliverio Girondo realizaba sus reuniones, y lo entendí todo.

Para la próxima vez, señor, leeré previamente alguna de sus obras. No seré mucho de poemas, pero si a usted le molesta que alguien inculto como yo visite su morada, prometo irme preparada antes de entrar.