Viena

No me creería si le dijera que la amo como la lluvia a la tierra, cayendo rápidamente con el entusiasmo de fundirme en ella. Eso la avergonzaría.

El verano pasado le presenté a mi familia, y por supuesto, la encontraron hermosa, ella por su parte no pudo disimular el rubor de sus mejillas, tampoco logró ocultar la timidez de su atrayente sonrisa. Cuando mencionaba durante la cena lo dedicada que era con sus estudios y su trabajo, una suave risa brotaba desde su puesto. Viena era de las que amaba con tanta intensidad que respetaba mis silencios amargados y los acariciaba con su clásico «Te respeto, mañana será mejor que hoy».

La amo, Dios, cuánto la amo. Y me arrepiento de no habérselo dicho lo suficiente, porque nunca lo es. No lo es, hasta que otra persona te recuerda el compromiso de hacerlo.

Ahora, cada vez que tenemos sexo la veo a ella. Cuando recorro sus piernas, siento la suavidad de las suyas, y en la orquesta de gemidos durante sus orgasmos, los de ella son los que resuenan en mi cabeza.

Quisiera que volviera a mí. Deseo todas las noches, con las pocas fuerzas que me quedan, escucharla respirar nuevamente.

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